Palabras clave:  Incendios forestales, cambio climático

 

Al contrario de lo que muchas personas podrían pensar, el fuego forestal no siempre constituye un desastre ecológico.  Existen algunas especies de plantas que se consideran pirófilas, es decir que tienen alguna afinidad con el fuego. Esto ocurre por varios mecanismos: las cenizas remanentes de un incendio forestal pueden liberar carbono y nutrientes que se reincorporan al suelo y quedan nuevamente disponibles para las plantas más jóvenes, los espacios que se abren en el follaje de los bosques dejan pasar una mayor cantidad de luz solar hacia los estratos arbustivos y herbáceos y también existen algunas especies de árboles, como pinos y algunas otras gimnospermas, cuyas semillas sólo son liberadas de los estróbilos (comúnmente llamados conos o piñas) bajo condiciones de muy altas temperaturas, como las generadas por incendios. De esa manera, hay todo un campo de trabajo sobre la ecología del fuego: hay incendios que son sostenibles e incluso deseables desde el punto de vista ecológico y existen grupos de investigación en instituciones que se dedican a ello.

En Estados Unidos y Canadá el pino lodgepole (Pinus contorta), que posee dos tipos de conos, uno de los cuales contiene una mayor cantidad de resina, y éste último se abre para liberar las semillas cuando se expone al fuego. En 1988 se presentó la mayor afectación histórica por incendios en el parque Yellowstone: más de 320 mil hectáreas. Una parte importante de la recuperación de la cobertura forestal se realizó a partir de las semillas liberadas por esa especie tras los incendios.

En Sudamérica dos ejemplos conocidos de especies pirófilas son los llamados pino del Paraná y el pino araucano o pehuén, (que no pertenecen al género Pinus, sino que se trata de la Araucaria angustifolia y la Araucaria araucana, respectivamente). Ambas especies en peligro de conservación son productoras de piñones comestibles.  En México, uno de los pinos más adaptados a los incendios es el ocote blanco (Pinus hartwegii).

Sin embargo, como en muchos otros casos, el cambio climático está modificando algunos factores atmosféricos que se pueden asociar con cambios en la frecuencia e intensidad con la que se presentan incendios forestales en algunas regiones.  Se observa una gran variabilidad en los valores extremos de temperatura y precipitación, tanto en altas y bajas temperaturas, como en precipitaciones muy intensas y periodos con lluvias atípicamente bajas o nulas.  

En condiciones normales, se espera una mayor cantidad de incendios durante los meses de sequía en una región determinada.  En la mayor parte de México, los meses de enero a abril suelen ser los más secos, en mayo ya se presentan algunas lluvias en el sureste, y finalmente las lluvias más intensas se presentan entre los meses de junio y septiembre.  Por su parte las temperaturas máximas se observan a partir de los meses de abril y mayo, y aunque permanecen altas en el verano, se presentan en conjunto con una mayor precipitación.  

Por esa razón, en los meses de abril y mayo se presenta un número elevado de incendios. Si bien los meses de enero y febrero son muy secos también, presentan menores temperaturas y el riesgo de incendios es algo menor, pero al alcanzar el mayor grado de déficit hídrico, junto con las temperaturas más elevadas, se dan dos de los principales factores naturales que favorecen la presencia de incendios forestales. 

En ese sentido, el cambio climático tiene como consecuencia un incremento en la frecuencia de los días con temperaturas muy elevadas, y también en una mayor variabilidad de la precipitación, es decir, lluvias muy intensas y también prolongados periodos sin lluvia. 

Aunque podría parecer contradictorio, una lluvia muy intensa o eventos como inundaciones o ciclones tropicales no necesariamente son positivos en ese sentido, ya que las afectaciones a la vegetación pueden generar una cierta cantidad de lo que a veces llamamos madera muerta: las ramas, hojas e incluso troncos de árboles caídos por acción de eventos hidrometeorológicos extremos se vuelven parte de la materia susceptible a los incendios, y es frecuente que pocos años después del paso de un huracán, se presenten incendios en cantidad relativamente superior al promedio en una región. 

En este año, para el día 5 de abril se tenía una estadística de 59 incendios forestales activos en 19 estados del país, con una superficie preliminar afectada de poco más de 28 mil hectáreas. Para atenderlos, se encontraban trabajarlos 2609 combatientes de la CONAFOR y otras instancias. Del total de incendios, 12 estaban afectando a 10 áreas protegidas, incluyendo reservas de la biósfera, parques nacionales y áreas de protección de recursos naturales. 

En este mismo periodo, el Monitor de Sequía en México indicaba que, exceptuando al sureste, prácticamente el resto de la república estaba presentando un grado de sequía, desde moderada y severa, así como algunas regiones con sequía extrema a excepcional.

Finalmente, algo que siempre se ha reconocido en el sector es que la inmensa mayoría de los incendios forestales se puede asociar a un factor antropogénico. En la mayor parte de los casos está presente el componente humano: fogatas o colillas de cigarro que no son apagadas completamente, quemas agrícolas que se salen de control, botellas tiradas que bajo ciertas condiciones pueden concentrar los rayos solares e iniciar un fuego e incluso, los incendios intencionales provocados son los principales detonantes de los fuegos forestales.  

Por supuesto, aunque una cantidad de fuego controlada es deseable como factor ecológico en algunas regiones del país, un exceso de incendios en superficies extensas y continuas no lo es, así que como en otros casos, debemos tomar conciencia del efecto de nuestras acciones en nuestro entorno.

 

 

Pies de figuras

  • Fotos del Río Usumacinta, Chiapas, crédito: Alexandro Medina Chena.